Unos
meses antes de la reelección del general Anastasio Somoza Debayle en
1974, mi padre, el periodista Pedro Joaquín Chamorro, suscribió un
manifiesto con 26 líderes opositores proclamando que en Nicaragua “No
hay por quién votar”. En la víspera de la elección, su periódico, La
Prensa, se adelantó a los resultados y tituló con sorna: “Estos ganaron
mañana”, detallando incluso los escaños para diputados que serían
asignados al partido Conservador, colaboracionista, de acuerdo al
sistema pactado de “minorías congeladas” que le aseguraba un tercio de
los cargos públicos.
El
10 de enero enero de 1978, mi padre fue asesinado por sicarios de la
dictadura somocista. Su muerte desató una inmensa ola de protesta
nacional, simbolizando que al cerrarse el espacio político, al país no
le quedaba otra alternativa que la rebelión para terminar con una
dictadura dinástica.
Casi
cuatro décadas después, habiendo Nicaragua recorrido un tortuoso ciclo
de revolución y contrarrevolución, guerra civil y agresión externa,
transición democrática y regresión autoritaria, la historia se repite
como farsa bajo el régimen de Daniel Ortega, el exguerrillero presidente
entre 1985 y 1990 que regresó al poder en 2007.
En
las elecciones del domingo, Ortega concurrirá a su segunda reelección
consecutiva con su esposa Rosario Murillo como candidata a
vicepresidente. Habrá votaciones pero la palabra “elección” no describe
el resultado. Bajo un sistema electoral férreamente controlado por su
partido el Frente Sandinista, las votaciones se efectuarán sin
observación electoral independiente y sin oposición, porque la coalición
organizada en torno a la segunda fuerza política del país fue
ilegalizada en un acto de fuerza y excluida de participar en los
comicios.
Emulando
a “los veintisiete” de la época de Somoza, nuevamente surgen grupos de
protesta ciudadana proclamando que no hay “por qué, ni por quién votar”.
Como en 1974 hay otros partidos, pero han sido cooptados o participan
en las elecciones con candidatos ficticios o a quien nadie conoce
—“zancudos”, los llamamos los nicaragüenses— que están ahí solo por el
incentivo económico. El resultado son unos comicios que más bien se
asemejan al ritual de un régimen de partido hegemónico.
El único
interrogante a despejar es el porcentaje que obtendrá el voto protesta
reflejado en la abstención, único competidor real del régimen, pero aún
este dato político será imposible de conocer con certeza en un sistema
electoral sin ninguna transparencia. La última encuesta de la firma Cid
Gallup, basada en un simulacro de votación, proyecta ganador a Ortega
con una intención de votos del 52%, mientras el 42% de los electores
dejarían la boleta en blanco. Sin embargo, desafiando esta tendencia, el
presidente del Consejo Supremo Electoral ya vaticinó que estas
elecciones tendrán “un nivel histórico de participación”, por encima del
75 por ciento de votantes.
Irónicamente,
cuando la revolución sandinista perdió el poder en las elecciones de
1990, permitiendo que Violeta Chamorro, mi madre, se convirtiera en
presidenta por siete años, el propio Ortega contribuyó a fundar la
democracia electoral al aceptar su derrota, inaugurando el camino
inédito de la alternabilidad en el poder. Sin embargo, Ortega y Arnoldo Alemán, el presidente que sucedió a Violeta Chamorro —luego acusado
por corrupción—, negociaron en 1999 un pacto que debilitó la tendencia
hacia una democracia pluralista al poner al sistema electoral bajo el
control político bipartidista. Así el sistema electoral se vació de
institucionalidad hasta contaminarse y desplomarse de forma definitiva
al asumir Ortega el poder en 2007.
En las elecciones municipales de 2008 se impuso un fraude electoral ampliamente documentado, y en las presidenciales de 2011, Ortega se reeligió de forma inconstitucional, nuevamente bajo denuncias de fraude.
En los últimos cinco años, ha consolidado una dictadura institucional
con un nivel absoluto de concentración del poder, sustentado en una
alianza con los grandes empresarios privados a través de un esquema
corporativista, y gracias a políticas sociales asistencialistas hacia
los pobres, que le han brindado un innegable rédito político.
¿Por
qué este caudillo del siglo XXI suprimió el pluralismo político, si, al
menos en teoría, podría ganar libremente una elección con el apoyo
popular que ha cosechado su gobierno, y de paso blindarlo con
legitimidad? La pregunta carece de una respuesta coherente si se
pretende evaluar a Ortega bajo estándares democráticos. Pero el cierre
del espacio político resulta entendible bajo la lógica de un líder
autoritario, cuya prioridad es despejar el camino para los tiempos de
vacas flacas sin el subsidio económico de Venezuela ahora en crisis
económica y política, y asegurar las condiciones para la sucesión
familiar en el poder.
Al
cerrar el espacio político, Ortega ha generado costos domésticos y
externos. Entre el gran capital y los inversionistas crece la
preocupación sobre el impacto negativo del autoritarismo en el clima de
negocios, y la amenaza del congreso norteamericano de imponer sanciones
económicas en los organismos multilaterales de crédito con la Nicaragua Investment Conditionality Act llamada “Nica Act”, ya aprobada en la cámara baja.
Experto
en negociar al borde del precipicio, a última hora Ortega promovió un
diálogo político con el secretario general de la OEA, Luis Almagro,
quien a su vez invoca como escudo y estrategia la mancillada Carta
Democrática. El diálogo con la OEA no tendrá incidencia en las
elecciones del seis de noviembre, pero ha generado expectativas sobre
eventuales promesas de reformas políticas a futuro.
No
se pueden adelantar conclusiones y lo único claro, por ahora, es que
nuevamente Nicaragua tiende a insertarse en el viejo círculo vicioso que
intenta compensar la falta de soluciones nacionales a través de la
presión externa. La única buena noticia en medio de este panorama de
incertidumbre es que la aparente fortaleza de Ortega tiene pies de
barro.
Como
enseñó la experiencia bajo Somoza, la corrupción y la represión
resultante de un régimen personalista que se transforma en dictadura
familiar, representan un cóctel explosivo que lo hacen insostenible a
mediano plazo. Ojalá que esta vez, cuando renazca la esperanza en una
alternativa democrática, los nicaragüenses estaremos preparados para
hacer el cambio de forma pacífica.
Carlos F. Chamorro fue director del periódico sandinista
Barricada. Desde 1996 ha sido director de la revista independiente
Confidencial, dedicada al periodismo de investigación.
Comentarios
Publicar un comentario