La imagen es cruda: dos adolescentes y dos niños apretujados en la cajuela de un automóvil, que autoridades estadounidenses detuvieron
en el trayecto entre Nogales y Tucson, Arizona, el 2 de junio. Todos,
migrantes indocumentados de Guatemala. No toma mucho adivinar qué empujó
a los padres de estos niños a someterlos a semejante viaje, en una
temperatura de hasta 80 grados Fahrenheit cerca de las cinco de la
tarde—cuando fueron sorprendidos—y que en la cajuela de un vehículo
puede subir hasta 125 grados F. Sólo una hora antes, en el mismo puesto
de control, detuvieron otro vehículo que también transportaba en la
cajuela a migrantes: tres mexicanos indocumentados, dos adultos y un
adolescente. Los conductores de ambos vehículos fueron capturados.
Una sólo puede imaginar que ninguno de los migrantes creyó tener otra
opción. Al menos desde 1999, en la frontera de San Ysidro, California,
las autoridades descubrieron migrantes indocumentados ocultos en el
tanque vacío de la gasolina, en vehículos modificados a los que se le
había colocado un tanque alterno.
Los migrantes que han tenido suerte, o se han empeñado mejor,
encontraron oportunidades, y consiguieron la ciudadanía estadounidense,
han logrado reclamar a sus hijos y llevarlos a EE.UU. por un conducto
legal, aunque demorado y costoso. Los demás, ya sabemos. Lo reflejó lo
que el gobierno estadounidense llamó “la crisis de los menores no
acompañados” en 2014 (porque los coyotes o conocidos de la familia los
dejaban en la frontera, para que se entregaran a la patrulla fronteriza,
o los padres fueron por ellos para intentar reingresar a EE.UU. con sus
hijos). Después que eso dejó de ser noticia, la fotografía con los
niños migrantes en la cajuela del vehículo demuestra que continúa la
desesperación por dejar atrás la vorágine de pobreza y/o violencia en
Centroamérica y México.
Algunas cifras
refieren que en 2014, por primera vez, la migración centroamericana
superó a la mexicana (53% frente al 47%), en parte, porque algunos
mexicanos optan por desplazarse a otros estados de México y por el
endurecimiento de las políticas migratorias. Esto último también causa
que muchos migrantes mexicanos opten por permanecer más tiempo en EE.UU.
en lugar de regresar por cortas temporadas a su país, según algunos expertos en el tema. Pero prevalecen las razones para migrar.
Después que reventó el más reciente escándalo de corrupción en
Guatemala (con más de una veintena de detenidos, entre diputados,
exfuncionarios y empresarios), da grima escuchar que algunos de estos
personajes compraban edificios, yates, vehículos de lujo, etc., mientras
que los hospitales públicos no tienen medicinas, o la policía no
atiende algunas emergencias por falta de gasolina para las
autopatrullas; ni hablar de los maestros con meses de sueldos atrasados,
o que hay familias abandonadas a su suerte en las zonas más violentas
(que dominan las pandillas).
En Guatemala, al menos, todos son cómplices. Las recientes
investigaciones del Ministerio Público y de la Comisión Internacional
Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG) revelan que las estructuras
podridas de corrupción están en la mayoría de los partidos políticos.
Por eso, cualquiera que sea el partido oficial, la prioridad parece ser
robar fondos públicos y no proveer para necesidades básicas al 10% de la
población que continúa migrando.
Revuelve el estómago leer que, entre 2014 y marzo 2015, mientras a
los más necesitados de una cirugía en un hospital público les exigían
llevar sus propias vendas, gasas, medicinas y guantes quirúrgicos para
la intervención, la entonces vicepresidenta Roxana Baldetti gastó en
EE.UU. entre $40 mil y $55 mil dólares (¡por tienda!) en Alexander
McQueen, Saks Fifth Avenue, Bergdorf Goodman, Louis Vuitton. Todo, con
dinero mal habido. Ahora Baldetti está en la cárcel, enfrentando varios
cargos por corrupción, igual que el expresidente Otto Pérez Molina. Pero
mientras tanto, ¿qué hacer con quienes deciden marcharse porque el
Estado les ha fallado?
Bueno, está lo de la Alianza para la Prosperidad, que se ve muy
bonito en papel (generación de desarrollo socioeconómico en los
municipios de donde salen más migrantes). Pero para que eso funcione, el
sistema de gobierno, el Estado, debe estar purgado del cáncer de los
funcionarios corruptos y de los empresarios tramposos, y los criminales
que les conocen el precio. Sin embargo, la clase política ve la
tempestad y no se hinca. Y muchos migrantes en potencia, cansados de
esperar, prefieren arriesgar su vida (y hasta la de sus hijos) en lugar
de mal vivir en un país donde el pueblo no es la prioridad para quienes
administran el Estado. Mientras nadie sepa como abordar el dilema a
corto, mediano y largo plazo, ni se haga un esfuerzo serio, la migración
indocumentada continuará y seguiremos viendo fotos de migrantes (niños y
adultos) metidos en cajuelas de autos hasta perder la capacidad para
sorprendernos.
Pero ojalá que nunca perdamos la capacidad de indignarnos. Los
gobernantes parecen necesitar que les recuerden que tienen una deuda
permanente con los migrantes y sus familias, y con todos los
demás—muchos que, si no migran, no es porque no quieran, sino porque no
pueden, o no se han desesperado lo suficiente para viajar en la cajuela
de un auto.
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