En julio de 2015, antes de que supiera que sería removida de la
Secretaría de Desarrollo Social, Rosario Robles se enfrentó con una dura
noticia: en los dos primeros años del gobierno de Enrique Peña Nieto la
pobreza aumentó.
Ser titular en Sedesol y que tu primera evaluación sea que hay dos
millones más de pobres es una combinación indeseable para alguien con
aspiraciones presidenciales como ella.
Y lo peor: tendría que esperar dos largos años a que saliera la
siguiente medición de las condiciones socioeconómicas del país a ver si
la cosa pintaba mejor, dos largos años en que sus rivales le podrían
restregar en la cara el fracaso.
Así que a Rosario Robles se le ocurrió algo: acortar el plazo
doloroso. En lugar de esperar a que el Inegi levantara la siguiente
encuesta y el Coneval sacara sus conclusiones hasta el año 2017 (la
medición de pobreza es bianual desde que se fundó el Coneval), cabildeó
con algunos gobernadores y juntos lograron conseguir en el Congreso una
partida presupuestal de más de 150 millones de pesos para hacer una
medición de pobreza que arrojara resultados en un año, en julio de 2016.
Además, era un tiro certero: el Producto Interno Bruto había crecido y
el aumento en el precio de los alimentos se había mitigado, es decir,
los dos factores que más inciden sobre la pobreza lucían mucho mejor.
Era absolutamente previsible que la pobreza disminuiría, y la secretaria
y algunos gobernadores recuperarían discurso y aliento.
Con los millones autorizados, lo de menos fue convencer al Consejo
Nacional de Evaluación de la Política Social (Coneval) y al Instituto
Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) que hicieran la chamba,
aunque fuera inusual, aunque fuera extemporánea.
La calentura política de la secretaria Robles tuvo atroces
consecuencias. Un año más tarde, con ella fuera de la dependencia y
despachando como titular de la Sedatu, el Inegi y el Coneval se
enfrascaron en un pleito por esta medición (consultar las columnas “El
Inegi mochó la escena del crimen” y “¿Quién le ordenó al Inegi
“maquillar” la pobreza?” la semana pasada en estas Historias de
Reportero). El meollo del pleito fue que el Coneval reclamó al Inegi que
sus datos no eran comparables con otros años, cuando la petición era
que sí fueran. Y que nunca le adviritió de esto.
¿Por qué los datos no son comparables? Porque el INEGI ajustó su
metodología para medir mejor los ingresos de las familias mexicanas. Lo
logró. Pero al lograrlo, volvió incomparables sus datos con los que se
recogieron con las viejas metodologías. Y en efecto mejoró la pobreza en
2015 como preveían los patrocinadores del ejercicio, pero a un grado no
creíble, irrisorio, irreal:, había de un año a otro, 11 millones de
pobres menos. Una cifra desde luego ficticia –hasta el Inegi lo
reconoció así– porque en realidad no pueden compararse los pobres de la
encuesta 2014 con los de los datos de 2015. Así que el INEGI, por hacer
mejor su trabajo, lo terminó haciendo peor.
Y eso desató el pleito. El director del Coneval, Gonzalo Hernández,
denunció la irregularidad. El presidente del INEGI, Julio Santaella, en
medio de la crisis, huyó de vacaciones. Su vicepresidente, Rolando
Ocampo, fue el valiente que dio la cara que escondía su jefe.
En un par de semanas se calmaron las aguas. Coneval e Inegi acordaron
un grupo de trabajo para intentar volver comparable el ejercicio 2016.
Si lo logran, quizá le podrán reclamar al Coneval que se precipitó en su
descalificación a un trabajo profesional. Si no, el Inegi podría
enfrentar graves consecuencias ante la Auditoría Superior de la
Federación.
Y todo, por las ganas de medir la pobreza fuera de tiempo para usar electoralmente las cifras.
SACIAMORBOS
Cuando apareció el dato de menos pobres, luego, luego se trepó la
secretaria con declaraciones. Pero guardó un extraño silencio después.
Quizá porque si depuran las cifras haya sorpresas
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